sábado, 20 de febrero de 2016

Crónicas madrileñas 1


Llegar a Madrid fue como tragarme un litro de vino de un sorbo. Aquí las horas tienen alas. El día apenas dura para comerse unos churros con chocolate. ¿Lo primero?Asombro. Imagínate que de repente se abre ante ti una inmensa pantalla de cine, donde también eres parte de la acción.  ¿La película? Extraña.  Las primeras secuencias daban  la impresión de que todos fumaban (en mi país casi nadie fuma).  Así que de pronto parecía que la ciudad inhalaba un espeso cigarro. Semanas después, cuando una compañera comentó en clases que una nube de contaminación cubría la ciudad, perfeccioné la imagen de la rubia fumadora (por supuesto desnuda).


Otra cosa que seguía sin entender y que se lo comentaba a mis compañeros cantidad de veces, era el frío en los huesos de los madrileños. “Se supone que han vivido aquí toda la vida, que sus cuerpos están acostumbrados a este clima, entonces ¿por qué todos andan con abrigos y bufandas, como si el frío le fuera extraño?  Una mañana no aguanté más y le disparé al profesor del Taller de Guion para Directores,  Jaime Bauza Cotillas (dispara era su frase favorita). Él apaciguó mi espíritu. “Mira, no te creas que por ser madrileño se está acostumbrado al clima loco, pues aquí los choque atmosféricos son muy bruscos. En verano la temperatura sube del infierno, ahora es lo contrario. ¿Crees que puedas acostumbrarte a eso aunque tengas toda la vida para ello?”.  Así acabaron, por el momento, las cuestiones sobre el frío sin que esto pudiera librarme del catarro que me estremeció el pecho por semanas.

Olvidado el asunto climático, empecé a acariciar el pecho cultural de la gigante desnuda. Releí “España contemporánea”, “El llano en llamas” y “Pedro Páramo”.  De alguna manera me negaba a perder mi identidad caribeña. Casi muero una tarde cuando, caminando por Moncloa, encontré la librería Juan Rulfo. En éxtasis empujé la puerta y me dejé arrastrar de unos pies que se habían vuelto ojos. Andrés del Arenal (un sujeto muy amable que contestó casi todas mis preguntas) me invitó a una lectura de “Pedro Páramo” que se realizaría al día siguiente, con motivo del 60 aniversario de su publicación. Días después le enviaba una propuesta sobre un taller literario en Madrid que de aprobarse llevaría el nombre del gran creador mexicano. Como muestra de lo que haríamos le adjunté un trozo de mi impresión al encontrarme un pedazo de mi alma en un mundo hasta el momento irreal.


Madrid, el origen

Juraba que había llegado a un planeta muy distante de la Vía Láctea, pues la tormenta había sido terrible. Mi último acto consciente fue cuando orbitaba el planeta 0087 del cinturón de Scarnut. Entonces mi nave colapsó. Después desperté en esta ciudad de edificios enormes y viejos, gente presurosa que fuma con frenesí y gusanos subterráneos que tragan individuos día y noche. Pensé que me hallaba muy lejos de la Tierra, pues, salvo algunas coincidencias, los moradores eran diferentes a  los terrícolas que conocía. Pero una tarde de mi primera semana, caminando la Calle de Fernando el Católico, la vi. La estructura no parecía nada extraordinario. Apenas tenía una puerta de cristal y una vez la atravesabas debías o subir o bajar unas escaleras de madera. Al bajar “El llano en llamas”, “Pedro Páramo”, “El gallo de oro”, y otra veintena de libros sobre Rulfo aclimataron mis pupilas. Fue suficiente, no estaba lejos de casa, pues ese dios que los isidrianos llamaron Rulfo había traído hasta aquí su evangelio.

Las semanas antes de empezar clases fueron un solo asombro. ¿Cómo eran las aulas? Lo mismo. Me fascinaban algunas materias, otras eran un desastre, no por el tema en sí o por quienes las impartían, sino por mi bloqueo mental.

Disfrutaba hasta no querer terminar las cuatro horas de Guion de Series de Ficción: Géneros y Estructuras Narrativas,  del profesor Daniel Tubau García. Ante él tenía la agradable sensación de sentirme inferior. Era un come libros. Daba la impresión de que había leído  todo. Encantaba hablar con un sujeto así.  Solo en esta ocasión me fascinaba verme inferior a alguien. ¿Te fascinaba? Sí, porque ese sentimiento no era negativo, más bien, un favor a mi débil intelectualidad. La misma sensación la tenía en el  Taller de Guion para Directores. Era lógico que me sintiera así, pues a pesar de las muchas cosas que hacía en Santo Domingo para sobrevivir, lo que siempre me ha salido sin esfuerzo es leer y escribir y ellos me daban trucos para mejorar ambas cosas.   También disfruté mucho el Taller de Ayudantes de Dirección, con Begoña Casado. Nos reíamos como locos enseñándole dominicanismos como “vaina, muletilla que acomodamos en cualquier lugar de la oración, (expresiones que jamás usaba, pero que en su acento madrileño sonaban tan divertidas).

¿El lado opuesto? Dirección de Actores e Interpretación. En ella aprendí muchísimo, más que en cualquier otra materia, desde Stanislavski, el duque de Saxe-Meininger, André Antoine y su cuarta pared, las ocho preguntas de Tony Barr, el sí mágico…pero por encima del  éxtasis del conocimiento estaba mi apatía por la actuación. Había pasado mis últimos diez años creando personajes y dictándole normas, por eso me aterraba ponerme en el laberinto que yo había construido. Sin embargo Saida Santana (la profe) me hizo uno de los regalos inolvidables de Madrid; me desveló la existencia de Leopoldo María Panero y su  Canción del Croupier del Mississippi. Una pieza poética que revolucionaría mi invierno. Por eso le dediqué un trozó que no me enteré si leyó. ¿Tratando de demostrarle que no eran del todo malas sus clases? No lo sé, pero  me hacían escribir y era suficiente. Cuando lo terminé se lo envié por correo.


Confesión de un guionista


Me sabían a mierda esas clases de actuación, donde tenía que deshacerme en millones de personas ridículas, muertas, o en individuos que solo habían existido en las memorias de mis frenéticos compañeros.

Una picazón extraña se me extendía desde la parte baja de la barriga, pasándome por el corazón, la garganta y la cabeza.  Sin embargo al llegar a mi cerebro no era capaz de sacarla de ahí y me torturaba casi hasta la locura. Imagino que mi fobia era producto de haberme pasado tanto tiempo creando personajes, por eso me negaba a darle vida a cosas horrorosas que no habían vivido.


"Chicos, si queréis ser buenos directores tenéis que poneros en el lugar de sus actores", era la justificación de la maestra (ese ángel que cargaba el cielo en los ojos) para tratar que no muriera durante su tortura.

Si hay un infierno —me decía— seguro que el peor castigo en él es ponerte a imitar un patán del que todo es ficticio .


Por suerte las clases no pasaban de cinco horas, pero qué maldita eternidad! Solo Saida podía disfrutar su ambiente. Entonces los ojos se les expandían y me daban cierta paz que me ayudó a sobrevivir.


Así inició la aventura del Master en Dirección y Realización de Series de Ficción. ¿Lo demás? Pecados de los que serás confesor.

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