martes, 20 de marzo de 2018

¿Crónicas madrileñas 5? Final

“Dejé Madrid porque su mundo tan variable se me metía en el alma. Quise traerme sus cambios, nostalgias, desvelos y placeres, pero no cabían en el avión“. 

La tarde del 30 de junio empezaron a morirse mis dioses madrileños. El primero cayó en cámara lenta, como si otro más poderoso se negara a dejarlo ir. Se llamaba Maria José —como todas las madrileñas—. Se llevó su sonrisa fina que le salía por el vacío de los dientes afilados. Apenas dijo adiós. “Nadie busca acotejos para morirse“, solía decir mamá. 

Mis ojos se les lanzaron detrás , como si quisieran justificar el hecho de no haberla perseguido por dondequiera. Estuvo tres minutos pegada al cristal de la puerta, mientras dejaba caer el río de sus ojos sobre mi piel bronceada que empezó a sudar. Fue todo. Después seguimos cada quien de su lado. 

Durante los nueve meses que viví en el Guadalupe nuestros ojos y sonrisas apenas coincidieron en los largos pasillos o el comedor, pero esos chispazos fueron suficientes para darme cuenta que cuando se fuera empezarían a caerse mis ilusiones. Aunque esta no era la primera despedida. Un mes antes —más o menos— se despidieron Andrea y Patricia; dos fuerzas extrañas que también me ayudaron a resistir el canto embrujado de este mar de leche. Andrea fue la primera. Una tarde, cuando llegaba al colegio,  me acercó sus mejillas sonrosadas. Entre risas y sudores quedamos de encontrarnos en Madrid para tomar algo (ambos sabíamos que jamás pasaría), pero hay que dejar alguna esperanza cuando nos vamos. Patricia salió una mañana hacia Perú, donde serviría tres meses como voluntaria. Nos dimos un abrazo de esos donde el alma se extravía y no sabe hacia donde coger en el pequeñísimo instante de la cortesía.

lunes, 9 de octubre de 2017

Aún sin noticias de Gurb

A Vladimir Tatis, por los libros prestados que regresan. 
Vine a Barcelona a buscar a Gurb. La última vez que supimos algo suyo vivía aquí bajo la apariencia del ser humano denominado Marta Sánchez. Al parecer el nombre es común entre las formas de vida (reales y potenciales) de la zona o viceversa (también podría ser mi acento), porque a todo el que pregunto donde puedo encontrarlo se ríe.  Aterrizaje normal en las inmediaciones. Para llamar la atención esta vez tomo la forma de un estudiante dominicano con el nombre ridículo de Rodolfo Báez. También abandono la nave por la escotilla 4 (superstición).

Día 1

16:01  (hora local) Jonathan (sobrino de Rodolfo) viene a recogerme en la estación del Sants. Al principio nos confundimos un poco, pues el montón de humanos que se apilan o carretean maletas por los pasillos es insoportable, pero después de unos cinco minutos de teclear por el WhatsApp logro encontrar su pajón rizado entre la muchedumbre. 

17:00  Montado en un tren —al lado de Jonathan— observo a dos rubias en el asiento de enfrente hablar en catalán. Se ríen y me miran. No entiendo mucho, pero sé que coquetean conmigo. No les hago caso. La misión es “encontrar a Gurb“. 

17:15  Recibo un mensaje por WhatsApp de Michael y Henry, dos compañeros de Rodolfo (también dominicanos) que están en Barcelona. Me invitan a una playa nudista. Tengo deseos de parar el tren y mandar a Gurb a la mierda. Les respondo que estoy camino a Vic y que por lo menos me falta una hora para llegar. Me devuelven que está bien, que piensan ir a Francia al día siguiente por si los quiero acompañar. Para salir del paso les digo que sí. 

17:20  Las chicas de enfrente se besan en la boca y tienen las piernas entrecruzadas. Me levanto del asiento y camino hacia el cuartito que dice baño. No sé lo que se hace allí. Veo que muchos humanos entran, cierran la puerta y se quedan un par de minutos (algunos duran más que otros). Cuando salen —generalmente— se aprietan el cinturón, se secan las manos o se tocan las bolas. Como el movimiento del tren es insoportable ahí adentro aprovecho para vomitar. Para que no sospechen nada salgo tocándome las bolas, parece menos complicado.  

18:48  El tren se detiene. Vic es una estación vieja y algo extraña con un olor a granja que pica en la nariz. Memorizo cada cosa para cuando venga solo. Subo por las escaleras normales, aunque llevo una maleta. No me gustan los tumultos. Los humanos se van todos por las eléctricas. Por eso engordan tanto, no por la comida, como les he oído decir. 

18:50  Está lloviendo. Hay mucha gente dentro de la estación. No sé porque no les gusta mojarse cuando llueve y sin embargo tienen una costumbre ridícula de meterse en la ducha a mojarse con unas chispitas de agua. 

19:00   Casi ha pasado la lluvia. Salimos. (Nota “Encima de la estación hay un hotel. Probablemente Gurb está viviendo en uno. Volveré a investigar“).

19:15  Mi hermana Negra y su esposo Neno (sobrenombres) están trabajando. 

21:11  Jonathan y Lupe (su mujer) me llevan a un comedor chino. No entiendo por qué los hombres hacen diferencias al nombrar a su compañera. Unos la llaman mujer, otros esposas. (Nota “Averiguar sobre eso después“). Hay letreros en mandarín en las paredes del comedor. Como venía a Europa no me preocupé por ese idioma que a primera vista (también a última) se ve complicado.

02:00 Empiezo a ver “La niebla“, la película sobre la novela de Stephen King. Cuando el sueño me vence salen unos tentáculos asquerosos de entre la niebla. No lo soporto y muero en el sofá.  


Día 2

9:00  Resucito a la misma hora cada día. Para que no vayan a hablar hago el ritual estúpido de meterme al baño unos quince minutos (creo que exagero con el tiempo). Como no sé que hacer me pego a la pared con las piernas hacia arriba y la cabeza apoyada en el piso. Es un ejercicio de relajación interplanetario que funciona de mil maravillas. A veces me quedo dormido. En ese caso lo interrumpo cuando algún desesperado toca la puerta.

10:21  Salgo a buscar rastros de Gurb en Vic. Es un pueblo extraño. Con calles de piedras muy estrechas con espejos ovales en las esquinas para que los peatones y carros vean a quien se aproximan por el callejón contiguo. 

10:30  Me llama la atención la iglesia. Su campanario es más alto que todos los edificios que la rodean. Si en algún momento Gurb estuvo aquí subió a él, si aún tenía deseos de contactarnos. Arriba de la iglesia hay una cruz de unos dos metros de altura. Entro por la Porta Santa. El interior es como todas las iglesias, oscuro y vacío. Camino hasta las escaleras que deben llevarme al campanario. Una anciana (sin hábito) me sale al encuentro y me dice algo que no entiendo. Dada mi dificultad con el catalán me habla en español. Entonces acuerdo pagarle dos euros para terminar el recorrido. Por primera vez me siento estafado en nombre de Dios. Tomo la escalera hacia la cripta (me lo indica la señora). Abajo hay algunos sarcófagos. Sacófag de Bernat Despujol. (Segles XIV-XV) Canonge sacrista, donant del retaule major. Declino la inspección. Gurb no está muerto y si lo tuviera no lo encontraría aquí. Tomo las escaleras contrarias y salgo de la cripta. Me doy cuenta que el camino comprado con los dos euros terminó. Otra vez la sensación de estafa. Le pregunto a la señora si puedo subir al campanario. Me dice que va a preguntar. Se ausenta unos minutos, pero conozco la respuesta. Cuando vuelve contesta que lo siente, que no es posible. Pregunto si puedo subir a mirar las pinturas detrás del altar. La misma respuesta. 

El órgano, en un tipo de balcón —como todos los órganos de estos templos— es inmenso. Demasiado grande. Detrás de él unas pinturas que tampoco puedo ver bien me recuerdan al macho cabrio que corría tan deprisa que sus pies no tocaban tierra. No pregunto si puedo subir porque sé la respuesta. En la iglesia no hay rastros de Gurb. El campanario es un misterio.    

11:00  Salgo de la iglesia y encuentro otro edificio curioso, Museu Episcopal. Si Gurb estuvo aquí debió entrar. Es una biblioteca y en esos edificios se guarda mucha información (la mayoría falsa) sobre los humanos. Pero, como es domingo, está cerrado. Quería revisar la lista de asistencia. La pediría para inscribirme y aprovechando que me atendería una anciana la revisaría. Además soy turista. Nos aceptan casi todo.

11:12  Subo por la calle San Miguel, en dirección al Templo Romano, que también está cerrado. Me conformo con algunas fotos y ocultarles la cara a las turistas que beben cervezas en las mesas frente al templo y no dejan de mirarme. Decido volver, pues el sol y la mala suerte me torturan. Pero antes divago un poco por el camino que las flechas marcan como “Ruta turística“. En la tarde iré a Barcelona. Quedé de encontrarme allá con Mía (amiga de Rodolfo). Vive en Barcelona desde hace once años, quizás tenga noticias de Gurb.  

16:00  En el tren a Barcelona aprovecho para leer “The Frankenstein Omnibus“. Encuentro una descripción sobre Gurg. “Desde que he estado aquí te he visto transmitiendo mensajes a través del espacio sin ningún cable. ¿Es posible que la electricidad sola pueda transmitir sus mensajes a distancias y alturas sin limites, así como han establecido contactos en estas distancias? ¿Cómo puede hacerse eso?“ Al final la descarto. Es absurdo que se haya escrito algo sobre Gurg hace 200 años. 

16:33  Me quedo dormido. 

17:08  Despierto porque un perro enorme —de un sujeto barbudo que se sentó al frente— lame la baba que cae de mi boca. El tipo se ríe; yo también (en una hora su perro estará muerto). 

17:30  Espero a Mía en Plaza Cataluña. 

18:30  Veo como las palomas se comen el maíz que les ponen los turistas para hacerse fotos y se cagan sobre el que pasa debajo de los árboles manchados de mierda. Aún espero a Mía. 

18:35  Alguien que pasa cerca me dice que eso está prohibido (alimentar a las palomas). No entiendo por qué, pero le digo que sí (Nota “Preguntar después”). Me caen bien las palomas ¿Será porque ellas y yo somos los únicos negros en este mar de leche? 

18:44   Sentado en las escalerillas que rodean una de las fuentes veo a las palomas beber agua. 

18:52  Como un rayo de Zeus cae una gaviota del cielo y clava su pico en el cuello de una paloma a la que arrastra por dentro de la fuente. La paloma se ahoga, no sabe si por el agua o porque el filo de la gaviota le corta la vida. En pocos segundos deja de moverse y el pico de acero empieza a enterrarse en su cuerpo. 

18:53  Solo queda un montón de plumas sobre la orilla de la fuente. Voy a vomitar.  Me alejo de allí. 

19:15  Camino por la plaza (cuidándome de las gaviotas) para ver si encuentro rastro de Gurb. 

20:00  Aún sin noticias de Gurb. Mía escribió: “Llego sobre las nueve“. 

20:35  Nada sugiere que Gurg ha estado aquí, pero sé que sí. El cabrón me la pone difícil. No se puede estar en Barcelona sin visitar este lugar. 

21:00  Aún sin noticias de Gurb. 

21:20  Mía está saliendo del metro. Aún sin noticias de Gurb.

21:25  Llega Mía. Es bella. Las fotos no son justas. Es rubia. Tiene una sonrisa clavada en los labios y un caminar rítmico que hace a los ojos seguirla por donde quiera como perritos saltarines. 

21:30  Mía me cuenta que conoció a Rodolfo en una fiesta. “Nada importante, mis ojos verdes le saltaron encima como dos sapos“, dice muerta de risa.  

21:40  Caminamos por la Rambla donde aprovecho para presumir lo que me enseñaron antes del viaje. Alabo las arquitectura de Gaudí, Domènech y Montaner. Es divertido hacerte pasar por otro y que te lo crean. Pienso que la culpa de que los humanos se engañen con tanta felicidad es del aparato llamado televisión, que desde mi punto de vista no tiene uso racional, pero no le digo eso a Mía.

22:00  Llegamos al Portal de la Paz donde está el Monumento a Colón. Me maravilla su altura y la cantidad de metal empleado en su construcción. Por un momento vuelvo a pensar en Gurb, pero el pensamiento se va con la brisa que se cuela por la falda de Mía. 

22:10  Hacemos fotos y aprovecho para agarrarme a la cintura de Mía. Sus ojos, cabello y sonrisa van manchándome la piel. Otra vez quiero vomitar (tampoco le digo). 

22:15  Caminamos al muelle. Quiero sentarme a ver el mar. En mi planeta no hay. Me asustaban las gaviotas a pocos metros de nosotros (tampoco digo nada). Hablamos por mucho rato no sé de qué. Algo extraño sucede. El mar se ha perdido. Cuando miro a Mía para pedirle una explicación la tiene en los ojos. Solo ahora envidio al ser humano llamado Rodolfo Báez. ¿Y si le digo que pudiera quedarme allí toda la vida, qué por ella y aquella ciudad mandaría la misión al diablo? Creo que no sabría de qué hablo, porque su corazón es una bola de fuego que incendia el universo. Me asusto. Probablemente he empezado a ponerme verde.

23:15  Regreso a Vic con los labios bañados de recuerdos. Volveré a Barcelona todos los días. A Gurb que se cuide. 

00:09  Jonathan me presenta dos amigos; Mijares y Arlan. Mijares es dominicano, Arlan de Colombia. Cuando llegamos estaban sentados sobre una tarima de madera al lado de la calle El Paseo. Mientras beben cervezas hablamos de viajes, comida, familia y esas estupideces que forman el vocabulario humano. Mijares quiere ir a Japón. Está enamorado de su cultura. Me cuenta sobre los hoteles cápsulas y su deseo de quedarse en uno. También iré a Japón. Será el próximo año. Arlan lleva el pelo largo amarrado en un moño para nada femenino. Nos lo pasamos de una forma que los españoles denominan “de puta madre”.    

03:00  Escribo en la libreta el reporte del día. Decido no enviarlo al Consejo.  Arranco las páginas. 

Día 3

Estoy con Mía en Barcelona. Aún sin noticias de Gurb. 

Día 4

De nuevo en Barcelona. Aún sin noticias de Gurb.

Día 5

Otra vez en Barcelona. Aún sin noticias de Gurb.

Día 6
También Barcelona. Aún sin noticias de Gurb.

Día 7
Barcelona. Aún sin noticias de Gurb.


Día 8

16:00  De nuevo en el tren (Jonathan y yo). /Ahora rumbo a Barcelona. Mañana tengo un vuelo a Suiza. La misión fue abortada.

16:45  Nos bajamos en plaza Cataluña y divagamos por las calles agobiadas de turistas. A veces se nos van los ojos detrás de algunas piernas, pero son tantas y corren tan deprisa que nos dejan un vacío en el pecho como cuando sales de la zona de gravedad de un planeta. 

17:15  Como por ahora no tenemos qué hacer (Mía saldrá a las nueve del trabajo) preguntamos a un policía como llegar caminando hasta la Sagrada Familia. “Son unos treinta minutillos“, contesta con esa peculiaridad de los españoles al formar el diminutivo. Nos extiende un mapa sobre el que hace unas marcas azules y nos sumergimos en el río de cuerpos. 

16:08  Somos dos mierditas negras haciéndonos fotos frente al universo expiatorio de Antonio Gaudí. En ninguna de las fotos salimos solos. Los turistas son una peste. Gurb estuvo aquí. Nadie se va de Barcelona sin visitar la Sagrada Familia. Un letrero nos indica el camino a la boletería (hay que comprar un ticket para entrar). 

16:20  Abandonamos la fila de los tickets. Nos espanta pagar tanto por entrar a una iglesia. 

16:28  En lugar del pan espiritual entramos al McDonald’s frente a la Sagrada Familia. Un trabajador de piel morena —igual que la nuestra— no para de mirarme. Siempre que va a algún lado nuestros ojos tropiezan. Hay algo extraño en su mirada. Para no levantar sospecha, hago lo que cualquier humano haría en mi circunstancia. Me le acerco y le pregunto donde está el baño (siempre digo baño, nunca servicio). Nos miramos a los ojos. Con una mano me indica el pasillo a la derecha. (Nota “Investigar porque los baños siempre están en el pasillo a la derecha“).

16:30  Salgo del baño. Le hablo al sujeto. Se llama Junior y es dominicano. “De Santo Domingo, del ensanche la Fe“, dice con ese hablar atropellado de los dominicanos que tanto me cuesta imitar. Al final resultamos vecinos (Rodolfo vivía allá). 

16:40   Compramos hamburguesas de pollo con una bebida que me saca truenos del estomago. 

17:07   Nos montamos en el metro para estar más cerca de donde Mía trabaja. Tomamos el equivocado.

21:34  Llega Mía. Nos damos un beso. Le presento a Jonathan. 

21:50  Cogemos el tren a la playa. Otra vez el equivocado.  

22:51  La arena entra por mi sandalias. Mía agarra sus zapatos en las manos. Jonathan  (cargando mi maleta) va unos pasos adelante. No hay mucha gente en la playa. Algunos humanos hacen el amor dentro del agua y en la arena. Fingimos que no los vemos. Nos sentamos en un lugar apartado y oscuro. 

23:17  Un chico y una chica riéndose vienen hacia nosotros. Nos saludamos. La chica está muy ebria. Se tira en la arena sin dejar de reír. “/He me he metío mucha maría hoy. Me dio fuerte“, dice como si hablara de comida. Vuelve a reír. Sin saber por qué hacemos un circulo y decimos nuestros nombres (ya no recuerdo como se llamaban). El recuerdo más agradable que tengo suyo es cuando se iban; el chico levantando a la novia de la arena a cada paso y su insistencia de que no debía manejar, mientras ella repetía que sí manejaría, que estaba bien (la noche siguiente soñé con dos cadáveres dentro de un carro destrozado en la autopista).   

00:05  Pongo música. Mía y Jonathan van por cerveza s. Solo tomo cervezas sin alcohol, pero esta noche no quiero. Jonathan había comprado picaderas y preparado sandwiches. “Los suyos son los que no tienen jamón. Están en la bolsa verde“, dijo en la casa mientras los hacía. 

00:18  Mía y Jonathan vuelven. Nos tiramos en la arena; Mía en mis brazos, Jonathan debajo de la toalla. Creamos el universo con tierra y viento. Todo vuela sobre las espumas de las olas. 

04:50  La alarma despega a Mía, que se había enroscado en mi pecho, del sueño. Aunque odio el agua voy a la ducha y me quito la arena metida por todas partes. La misión fue abortada, así que  aprovecharé los viajes para algo útil. Como tendré que vivir de algo y los trabajos humanos son tan patéticos me decido por el menos lucrativo. La desventaja de ser escritor es que termina creciéndote la barriga y probablemente hasta mueres diabético o de un infarto. Como Rodolfo Báez sería un escritor muy malo, adopto el nombre de Eduardo Mendoza. Quizás algún día Gurb lea algo mío… 



07:30  Tomo un avión a Suiza. 

miércoles, 8 de febrero de 2017

Crónicas madrileñas 4


Siempre he creído que la muerte es eso, una gran pausa literaria“. 


Descubrimos el misterio de la bicicleta roja una mañana cualquiera de nuestro quinto mes en Madrid ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿A quién había pertenecido? Todos coincidimos en que en octubre ya estaba ahí. El Cabrón o cualquiera de los otros —no recuerdo, como siempre me pasa— hizo un comentario sobre la bicicleta que alguien dejaba amarrada a una verja cerca de la estación del Metro de Moncloa, frente al Ejercito del Aire.  Durante esa semana y la siguiente la vimos cada día.  Comenzó a parecernos extraño que siempre estuviera en el mismo lugar y en la misma posición. “Sabremos si en verdad el dueño viene en ella al metro o si está abandonada”, dije una tarde, cuando regresábamos de la universidad. La tumbé,  para comprobar si al otro día estaría así. La mañana siguiente estaba igual. Empezamos a conjeturar hipótesis; el dueño era un indocumentado que salió y lo deportaron sin darle oportunidad de volver por su bici, lo había arrollado algún autobús o simplemente vino hasta el metro en su bicicleta y se suicidó lanzándose delante de una de sus unidades. Era asombroso que llevara tanto tiempo amarrada frente al cuartel de la policía que tanto admiraba. “Policía Aérea” se lee en sus uniformes. Las mujeres de sus brigadas son tan bellas que se puede pensar —perfectamente— que fueron creadas para vigilar los cielos. He escuchado a las compañeras de Máster hacer comentarios parecidos sobre los hombres, pero apenas los retengo el tiempo necesario para saber que hablan de ellos.

sábado, 12 de marzo de 2016

Crónicas madrileñas 3


14 de febrero. 17 horas tiempo local (5:00 pm). Sentado en una unidad de la línea 1 del Metro empiezo a mal dibujar Madrid. Hay tanta gente apretujada en el pasillo  que no puedo ver el número del tren. La manía de mirar el tablero donde se marcan los cuatro dígitos amarillos o rojos es tal que  hoy me siento incómodo por no poder hacerlo. A penas tengo espacio para respirar.  Aún así saco la laptop, la abro sobre las piernas  y desentumo el cerebro. Me monté en la estación Alto del Arenal. En Buenos Aires, un señor con las piernas tan hinchadas como latas de aceite sube al tren y pide por él y sus hijos. En los trenes madrileños cada vez hay más gente mendigando, tocando o cantando por dinero. Para evitar el ruido y el ablandamiento de corazón Sabina revienta mis oídos, mientras los dedos galopan por el teclado. Vuelvo a casa de Joel Ramos, a sus ángeles de hueso, a la esposa en Nueva York, al padre muerto en República Dominicana, a los amigos, al recuerdo del barrio, al mundo que le  dejó el sabor maldito de sus calles. La comida dominicana que ha brotado de las manos de Joel me revive. Entonces con nostalgia me dice que debo contar su historia. Sus ojos líquidos miran a los dos angelitos que dan vueltas y gritos por el apartamento sin enterarse que su padre quiere eternizarlas. Las señala: “Lo hago por ellas. No me puedo ir de este infierno sin que sepan la verdad”, me dice secándose las lágrimas con el reverso de la mano derecha. Con un río de nervios  agitándose en mi interior le contesto que escribiré su historia,  que volveré el siguiente domingo para terminar la comida que mi estomago plano no pudo consumir y para que me cuente todo mientras lo almaceno en mi celular para luego armarlo a mi antojo en un libro.  Siento el recuerdo explotarle el corazón mientras su memoria busca en un pasado distante de este frío Madrid. El domingo siguiente vuelvo, pero está arrollado con su papel de padre. Me conformo con la comida de una semana. El gran libro tendrá que esperar. 

sábado, 20 de febrero de 2016

Crónicas madrileñas 2

“¿Cuándo regresas al país?”, me escribió Nati una noche por WhatsApp. Se refería a República Dominicana. Nos conocimos en mi primera carrera universitaria y trabajamos un tiempo en un programa radial, pero perdimos contacto y llevábamos años sin hablar. Me la devolvió el milagro de Facebook. Esa semana cumplía mi cuarto mes en Madrid. “No sé, pero mientras sucede te haré participe de algunas cosas”, le respondí. ¿Dónde empezar? Es difícil. Pero si he de hacer un relato aceptable debo regresar al 8 de octubre, cuando al mediodía —como transportado por una máquina del tiempo—caí en la inmensidad del aeropuerto de Barajas, a esa primera impresión del sol madrileño, cuando la INTERPOL revisaba mi pasaporte y en vez de atender a lo que preguntaban miré al cielo para sentir que el sol solo picaba en las pupilas. Dos horas de espera por Jonathan Gómez —mi exalumno en Santo Domingo— que tuvo la gentileza de enviar a su hermana Triana para hacerme compañía mientras él salía de clases y pasaba a recogerme junto a su novia. Sí, debo volver a mirar ojos de la flaca que en la cafetería del aeropuerto, mientras tomaba un jugo de naranja con Triana, se acercó a nuestra mesa y empezó a hablarme de una ciudad y un continente tan fantástico como ella. Y también debería volver al instante de sentir el primer frío en mis huesos apenas salimos del aeropuerto y errábamos por el parqueo en busca del carro… Hay que volver a todo esto para darse cuenta que está prohibido llegar a Madrid sin asombrarse. Por eso la ciudad se ha hecho enorme, con edificios de ladrillos que almacenan el calor en invierno. Con su exceso de arboles, parques y zonas verdes. Con sus apartamentos tan pequeños que parecen de muñecas. Por esas y otras cosas me dolían las mandíbulas al caminar las calles madrileñas. ¿Te dolían las mandíbulas? El asombro era constante. Esa magia aumentó mi interés por otras culturas y lenguas. Una noche no pude evitar reírme ante la ocurrencia de un amigo a quien acababa de presentarle un español. “Mucho gusto. Es un placer, conocer al primer español tras dos meses en Madrid”, le dijo con sarcasmo. Y no es del todo falso, debido a la cantidad de inmigrantes —de países que para la mayoría de nosotros ni existen— que caminan en esta metrópolis.

Crónicas madrileñas 1


Llegar a Madrid fue como tragarme un litro de vino de un sorbo. Aquí las horas tienen alas. El día apenas dura para comerse unos churros con chocolate. ¿Lo primero?Asombro. Imagínate que de repente se abre ante ti una inmensa pantalla de cine, donde también eres parte de la acción.  ¿La película? Extraña.  Las primeras secuencias daban  la impresión de que todos fumaban (en mi país casi nadie fuma).  Así que de pronto parecía que la ciudad inhalaba un espeso cigarro. Semanas después, cuando una compañera comentó en clases que una nube de contaminación cubría la ciudad, perfeccioné la imagen de la rubia fumadora (por supuesto desnuda).

lunes, 29 de septiembre de 2014

A veces Negro baja del campo

A veces Negro baja del campo y se mete entre mi desorden de libros e instrumentos. Para no sentirse tan perdida su alma inmensa me pide alguna simpleza; una película de Raymon y Miguel, un video de las carreteras más peligrosas del mundo… o cualquiera de esas cosas que nunca toco. Para no quedar mal me auxilio del Internet. Es el mayor de padre y madre, porque el viejo Colón fue fructífero como Rancho Arriba, donde se instaló. 
Del almanaque heredó un nombre que contrasta con la liviandad de su alma. Wenceslao, dice el papel que debemos llamarlo, pero él siempre será Negro, el que amortigua con todo.
Durante el tiempo que pasa en mi madriguera aprovecha para preguntarme cosas que el campo le esconde. Él no lo sabe, pero en esos momentos lloro, pues me veo a mí antes de que me comieran estos libros.
Le pregunto por el viejo, las cosechas y los animales, mientras desenrollo el pan de batata que me envía la vieja (se llama Amantina, pero nunca le digo así. Su bondad no cabe en ese nombre).
Me pregunta por Luis, Lucy y los demás. No sé para qué, pues siempre me entero de todo último que él. Escuchándolo comparo la verticalidad de nuestras palabras y me inclino por las suyas, puras como el agua del campo. Caen suaves sobre el oído con un gorgoteo.
Si pudiera extender nuestros diálogos lo haría al infinito. Podaría las preguntas y respuestas planas que hago y musicalizaría sus versos sencillos.
Después de estos encuentros echo de menos a mi familia. Al despedirnos nos damos un abrazo flaco, como nos enseñó Colón. Entonces, deprisa, abro el libro de turno y comienzo el viaje.

jueves, 23 de enero de 2014

Flecos literarios


A Paula Neruda

A la que no puedo escribir versos, a quien mis letras no impresionarían, le regalo mi alma, el amor distorsionado por la forma.  
No sé qué puedo decirte en cortas líneas ¿Acaso una disculpa por la ausencia de arte? ¿mentirte, entonces, para que creas mi lamento?  No, nada de eso, y me parece que eres tú la que inspira ésta última frase. Sabes que prefiero tu ausencia a vivir mintiéndote, quemarme con la angustia del pasado, tragarme el asco de mi muerte.
¿Qué hace este difunto ante la vida de tus manos, ante la magia que sueltan tus dedos de oro decepcionados de todo?
Tus cuentos son La Piedra irónica que encerró a Lázaro. Nada contiene la furia de su mar muerto. Allí yacen Eco, Ulises, Pan y Beatriz como ideas escapadas del Alma Infinita.
Es una pena maltratar tus creaciones con mitología, seguir extendiendo este plato de condimentos mundanos, estos gusanos que se comen la cuerva de tu sonrisa.
Y al final darme cuenta que no he hecho nada, ni siquiera descifrar tu cariño.
No vine a refugiarme en esto que llamo poesía para lograr tu perdón, los dioses no se inmutan con babas de santo atormentado.
Es simplemente la necesidad de escribir (aunque esa necesidad tiene nombre y apellido) tú más que nadie lo entiendes. No podemos vivir con eso dentro, porque de pronto nos parece que los objetos toman vida y empiezan una danza mortuoria que nos aniquila de un tiro en la frente. Por eso le damos rienda a lo que sentimos, y lo mandamos al mundo de los ojos, para que lo persigan cazadores literarios, esos bandidos que sin escribir son genios. Pero aquí decidimos vivir, esquivando a cada paso uno de ellos.

 Así son mis líneas, sin sentimientos, sin metáforas, sin arte... seca, como tú, pero repletas de los flecos literarios (que tanto odias) con que adorno cada cosa. 

lunes, 6 de enero de 2014

El primer día de Reyes

A mi hermano Luís Báez

Los niños esperaban con ojos saltones el regreso del padre. Había salido en la mañana a buscar a esos seres de los que tanto hablaba, quizás para entretener sus espíritus inocentes. Esa Navidad habían guardado, noche tras noche, un paquetito de hierbas, un cubo de agua y alimentos para los Reyes Magos que, según decían, venían del Oriente en camellos, por lo que al llegar a este lado del mundo, sus monturas estarían fatiga­das, y ellos con hambre y sed. Se entretenían repartiendo sus insignificantes regalos: La hierba para los camellos, el agua no sabían para quién, pues tal vez los Reyes Magos estarían tan cansados que caerían sobre ella antes de que los haraganes dromedarios pudieran extender sus largos pescuezos sobre el símbolo de la vida, y en cuanto al alimento ignoraban si los espíritus caritativos de los viajeros nocturnos se conformarían con las migajas apartadas con dolor de sus reducidos platos.
La mirada de los infantes se perdía, vez tras vez, en las curvas sucesivas del camino, por donde desapareció su padre, que como una mano de mendigo, larga y flaca, se extendía desde las lejanas montañas, pasando por el patio de su ca­sita, perdiéndose en el pico de una loma inmensa que dejaba deslizar su falda hasta donde nacía el arroyito cuyas aguas burbujeantes se mezclaban cada tarde con sus gritos infantiles en la poza construida por ellos con ramos de guayullos, o cuando se deslizaba por sus gargantas chillonas que absorbían el líquido como terreno recién quemado.
Ese día no habían pensado en la comida, único alimento seguro de la casa, pues el desayuno y la cena, cuando apare­cían, era más por un milagro de la madre, que por obra de Dios. Por ahora el deseo de ver a esos seres de otro plane­ta, como imaginaban esa parte del mundo explorada solo en cuentos, había extirpado sus apetitos vivarachos y voraces.
A las cuatro de la tarde, lo suponían por el sol que ya no llegaba a la casita, rechazado por las enormes montañas, apareció la figura del padre en el serpenteado camino, pero para su sorpresa venía solo, nadie acompañaba al hombre de campo, que esa mañana dejó el conuco para salir a buscar a quienes conocían sólo de nombre.
¿Por qué no venían? ¿Se habían negado a acompañarlo? ¿No los había encontrado, o desistieron de visitar a un lugar tan lejano?, interrogaban sus ojos ansiosos.
Las miradas seguían fijas en el punto negro que a cada paso cobraba tamaño, y en el que ellos habían identificado a su padre, no por rasgos físicos, pues a aquella distancia era imposible, sino por los colores opacos de la ropa que, a pesar del trayecto, identificaban su propiedad como bandera izada.
Cada curva que se tragaba la figura idolatrada del pro­genitor era una tortura que aceleraba los latidos de la sangre infantil.
Aunque veían a su padre acercarse solo, sabían que, no obstante, los Reyes Magos podían venir con él, invisibles para no llamar la atención, o en forma de pequeños muñecos que volverían a la vida y a su tamaño normal cuando estuvieran en su presencia.
Cuando por fin apareció detrás de la loma que daba ac­ceso al rellano de la casita, la frente extendida hasta la parte trasera de la cabeza fue apareciendo, sudada y brillosa como los caballos que pasaban por el camino a todo galope, y que, según les contaban, venían de lugares muy lejanos como El Capaz, El Pino, o Los Veganos. Una bolsita negra colgaba de la mano del viejo, quizás con pan, arroz o quién sabe si con las pequeñas figuras de sus huéspedes.
El ansia invadió los corazones, deseosos de conseguir en Navidad algún juguete con qué entretener los días, exage­radamente largos, de aquel lugar donde la única distracción era el canto de las aves y el murmullo sin pausa del arroyuelo que se deslizaba cerca de la casa, y en algún momento cuando pasaba un caminante que pedía un poco de agua, por lo que lo disfrutaban ocultos detrás de la falda de su madre ,o de las rendijas del seto de tablas viejas desde donde guardaban el rostro desconocido del viajero en sus memorias en blanco.
El padre llegó, no saludó, como siempre, pues aunque era honesto y bondadoso, desconocía los buenos modales. Se sentó en una silla en el patio, se quitó la camisa, limpió el su­dor que corría por su barriga, bajando desde la frente lampiña y negra, con el pulgar de su mano derecha, como se limpia el cristal de un automóvil con la paleta de goma que recoge el agua sucia; metió la mano en la fundita, y antes de sacarla miró a los cuatro infantes que asistían al espectáculo con ojos de curiosidad. Lo primero que sacó, estaba dentro de una fun­da plástica, y tenía color verde como los sapos que nadaban en los pozos del arroyo. Pidió que le trajeran agua en un ja­rro, y después de haber sacado el extraño objeto del plástico, le quitó una perita mamey que tenía en el lado derecho, por donde comenzó a desaparecer el líquido del jarro, y después, apuntando a la cara del mayor de los hermanos, presionó un propulsor, también mamey, que se ocultó dentro de la barriga del misterioso objeto verde que escupió un chorro de saliva, y bañó la cara del azorado muchacho que no podía resistir la emoción de tocarlo. Después, lo extendió al aturdido ob­servador, y dijo “Eso te mandó tu amigo Baltasar, cuídalo”. Fuera de sí, salió corriendo disparando salivazos por la boca de aquel extraño animal que le había enviado uno de los reyes. Iba tan ebrio, que se olvidó cuál de los tres había sido. Así que por el momento ya no escribiría la carta de agradecimiento, la que echaría al arroyo con la esperanza de que sus aguas mansas sirvieran de correo a los seres mágicos que criaban animales acuáticos como éste.
Mientras tanto, los otros pequeños estaban atentos a la mano del padre, que había vuelto a desaparecer dentro de la oscura envoltura de donde salió otro animal idéntico al prime­ro, pero de color rojo claro. El padre repitió el proceso ante­rior, en esta ocasión dirigió el escupitajo del monstruo hacia el seto de la cocina de donde se deslizó una mancha oscura; después extendió el extraño animal al segundo de los infantes, quien se perdió a la carrera detrás del primero, que andaba lanzando chorros de agua como cartuchazos al aire a todo lo que se le cruzara en el camino.
La mano del padre volvió a desaparecer dentro del telón negro que, como pañuelo mágico, había disparado desde su barriga cuadrada los más extraños sueños. Una caja amarilla salió por la boca del escondite oscuro. “Miren esto”, susurró el padre, y como quien práctica un truco durante mucho tiem­po, fue quitando la tapa que le servía de puerta a la extraña caverna, de donde extrajo un objeto amarillo y azul con alas, que en lugar de patas como las mariposas y las esperanzas, tenía ruedas. Dio vueltas a una manecilla azul, como a un reloj de cuerdas, después lo puso en el suelo y dijo al tercero de sus hijos, al momento que el objeto empezaba a correr, dando vueltas a la hélice de la parte delantera, “Anda, ve por él. Es el avión que te mandó Gaspar”.
El menor de los niños no creía lo que había visto ese día, tantos milagros dentro de un paquete tan pequeño. “Qui­zás fuera mejor que no vinieran los Reyes Magos, porque con tantas emociones no le hubiéramos prestado atención”, pensó.
¿Qué se escondería dentro del vientre del oscuro reci­piente para él? La mano del padre buscaba algo que parecía no encontrar en su interior, o ¿era la falsa crueldad del viejo para impacientarlo? Al salir por la abertura negra otra caja, solo que un poco más grande, venía pegada de los callos de la mano rústica hecha para labrar la tierra. Realizó el mismo ce­remonial que la vez anterior para hacer aparecer un deforma­do animal con una cabeza enorme, y una cola larga y flaca con apariencia de pez, al que dos aletas azules colocadas sobre su lomo parecían proteger. Este extraño animal, que no pudo asociar con otra cosa que no fuera un pez, en vez de aletas, en su parte inferior tenía ruedas negras y blancas, una manecilla azul arriba de las ruedas, semejante al otro objeto que había calificado de avión, lo adornaba, a la que el padre comenzó a manipular, y cuando ya no giraba más lo puso en el suelo. Un sonido extraño salió de las aletas, que comenzaron a girar tan rápido que no parecían aletas, sino un paraguas redondo que circulaba en su lomo. Movido por el impulso de las hélices, el increíble aparato comenzó a alejarse por el patio de tierra, entre la casa y la cocina, y el muchacho, sin que se lo dijeran lanzó un grito de victoria, y se fue a perseguir el objeto aun­que con temor de tocarlo, pues pensaba que las aletas terribles de aquel pez encantado que podía correr fuera del agua, corta­rían sus manos tímidas.

Mientras la noche bajaba desde las montañas, uniendo el canto de los grillos a los gritos infantiles, los chicos seguían corriendo sin percatarse del concierto divino que seguramen­te disfrutaban desde algún lugar distante los ahora ignorados Reyes Magos.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Una replica censurada


Es propicia la ocasión para hacer un aclarando. El lunes o martes, nunca recuerdo con exactitud, recibí una llamada de mi amiga Niurca Herrera, para preguntarme que quienes eran los miembros de mi plancha. Pregunta surgida por un comentario puesto en este grupo en una foto.
A lo que respondí que no, que sólo bromeaba cuando hice el comentario. Que por razones que más adelante detallaré me había tenido que ausentar este año de las reuniones ordinarias del grupo literario.
Sé que el equipo donde está Niurca es de calidad y con cualidades suficientes para desempeñar el cargo al que aspira y más, pero como ya dije me gusta la democracia,  que tengamos la opción de elegir. Si esto no pasa tiendo a sentirme frustrado.
Ahora bien, escribo estas líneas porque me sentí terriblemente aludido con el comentario dejado en este espacio por el Coordinador Nacional de Talleres Literarios, el señor Eulogio Javier (“sólo quiero recordarles que para mantener la calidad que hasta ahora tenemos, es necesario que las personas que aspiren a coordinar el Taller sepan que la fidelidad, la dedicación, la puntualidad y la asistencia constante son elementos ineludibles a la hora de formar un plancha con mirras a la coordidación”), que bien, haciendo honor a su cargo o velando con excesivo cuidado se olvidó tomar en cuenta lo siguiente:

¿Qué es un miembro activo de un taller literario?
¿Es un miembro que esté todos los viernes asiste a las reuniones, pero que no desempeña ninguna función o es una persona que aunque alejada temporalmente, por razones ajenas a su voluntad  y que muy bien deberían conocer se ha mantenido presentes en todas las reuniones y actividades celebradas por el taller en horario que no le afecten a la beca estudiantil que recibió por un año? 
Recuerdo que en el presente año estuve en todas las actividades literarias del Taller fuera del horario protocolar en que nos reunimos. Si lo han olvidado bastan las fotos de Santiago, San Francisco, San Pedro, las reuniones sociales donde Salvador, Niurca, las correcciones a los cuentos de Francisca, en el Club de Profesores de la UASD, puesta en circulación del libro de Niurca, y por si les resulta poco, me arriesgué a perder un día de clases para llevar a una de las reuniones del taller al escritor Roberto Marcallé, compañía que todos disfrutamos.
Sigo insistiendo ¿es un miembro ausente del taller quién ha recomendado durante el año más de cinco personas, algunos de las cuales ahora son miembros activos? ¿o el que preocupado porque alguien no tome nuestro nombre en la red Twitter crea una cuenta para el grupo y se la da a la directiva y ayuda a mantenerla activa?
¿Puede ser un miembro ausente del taller el que se atreve a tomar una beca de English por Inmersión para tratar de llevar sus textos y la mejor antología que se haga de nosotros a las imprentas del Norte? No digo que otra persona no pudiera hacer esto, pero nadie se preocuparía más por la fidelidad de las traducciones que alguien que conozca bien el idioma original y el ambiente narrativo e incluso las técnicas manejadas en la escritura.
¿Es un miembro alejado el que después de haberse pasado un día entero en los ajetreos de la graduación final se atreve a llegar al Taller a las siete, aun llevando la ropa formal que usó durante todo el día?
Por lo ya citado habré perdido mi facultad de a la candidatura del espacio, pero jamás mi derecho a réplica.
Si alguien se atrevió a leer la carta que dirigí al principio de año, cuando inicié el programa English de Inmersión, al Coordinador se dio cuenta de que tanto amo el espacio.  Si nunca lo hicieron, por no tener tiempo o por falta de interés, les dejo el link para que lo hagan:

“Cerrando caminos no se hace futuro”