martes, 20 de marzo de 2018

¿Crónicas madrileñas 5? Final

“Dejé Madrid porque su mundo tan variable se me metía en el alma. Quise traerme sus cambios, nostalgias, desvelos y placeres, pero no cabían en el avión“. 

La tarde del 30 de junio empezaron a morirse mis dioses madrileños. El primero cayó en cámara lenta, como si otro más poderoso se negara a dejarlo ir. Se llamaba Maria José —como todas las madrileñas—. Se llevó su sonrisa fina que le salía por el vacío de los dientes afilados. Apenas dijo adiós. “Nadie busca acotejos para morirse“, solía decir mamá. 

Mis ojos se les lanzaron detrás , como si quisieran justificar el hecho de no haberla perseguido por dondequiera. Estuvo tres minutos pegada al cristal de la puerta, mientras dejaba caer el río de sus ojos sobre mi piel bronceada que empezó a sudar. Fue todo. Después seguimos cada quien de su lado. 

Durante los nueve meses que viví en el Guadalupe nuestros ojos y sonrisas apenas coincidieron en los largos pasillos o el comedor, pero esos chispazos fueron suficientes para darme cuenta que cuando se fuera empezarían a caerse mis ilusiones. Aunque esta no era la primera despedida. Un mes antes —más o menos— se despidieron Andrea y Patricia; dos fuerzas extrañas que también me ayudaron a resistir el canto embrujado de este mar de leche. Andrea fue la primera. Una tarde, cuando llegaba al colegio,  me acercó sus mejillas sonrosadas. Entre risas y sudores quedamos de encontrarnos en Madrid para tomar algo (ambos sabíamos que jamás pasaría), pero hay que dejar alguna esperanza cuando nos vamos. Patricia salió una mañana hacia Perú, donde serviría tres meses como voluntaria. Nos dimos un abrazo de esos donde el alma se extravía y no sabe hacia donde coger en el pequeñísimo instante de la cortesía.

Desde entonces —siempre que me junto con Iago— busco un pretexto para hablar de María José. Esta mañana vino a traerme unos libros y a llevarme a conocer algunas librerías. Cuando vio su nombre en el texto lleno de marcas rojas que se desangraba sobre la mesa me acorraló ¿Sabías que quiere ser reportera de guerra? Al escucharlo, los  ojos se me volvieron mierda. Me la imaginé con sus facciones indigenas (que me encantan, tal vez porque en ellas late la vena rota de América) luchando en las trincheras por salvarse el pellejo o hacer una foto. Le escribí un mensaje donde le contaba mi afición por Arturo Perez-Reverte, sus reportajes de guerra y las huellas que esos veintitrés años en los países orientales dejaron en sus novelas.  

Más atrás —a final de abril y principio de mayo— me embrujó la 75° Feria del Libro. Me la metí por la piel, como todas las ferias del libro. Cada día me zambullía entre los matices que deambulaban sus calles. Me daba una envidia del diablo ver a los cazadores de conocimiento con ese afán desmedido por los libros. “Igualito que en mi país“, pensaba para no morirme de pena. 

Debí sentirme orgulloso porque por primera vez la República Dominicana tuvo su stand en la Feria de Libro de Madrid. Pero cuando llevé a Iago para recomendarle nuestros narradores fundamentales y contemporáneos, me quise morir. ¿Para qué carajo tomarse la molestia de montar un stand si en él no estará la mejor literatura del país?

Lo único potable que encontramos fue un ejemplar de “La manía de narrar“, de Efraim Castillo, y algunas revistas de la Fundación Global. Lo otro —incluyendo a quienes estaban en el stand— no tenían idea de nuestra tradición literaria. ¿Cómo es posible que la representación del país en una feria del libro tan importante sea el Misterio de Turismo cuando tenemos un Ministerio de Cultura? Como diría Sancho “Vamos a llamar al pan pan y al vino vino que sino los perros seguirán hablando“. 

Sin embargo, una iniciativa maravillosa, que sí representó el lado cultural dominicano —aunque de forma tan anónima que partía el pecho— fue la de la Asociacion Cultural y de Cooperacion al Desarrollo Biblioteca República Dominicana (Acudebi). Con Daniel Tejada a la cabeza y a bolsillo récord, bajo el sello de Solenodonte Editorial,  Acudebi, publicó una colección de nuestros autores residentes en España. Aunque poco sazonada una vez más se demostró que en nuestro país la única vía que tenemos los escritores es la autopublicación. ¿Cuáles criterios priman en un ministerio que lleva su stand a la feria del libro de un país y sabe que en él hay un grupo de escritores autogestionándose una labor literaria admirable, con obras para publicar, y no le hacen una maldita publicación? Como si fuera un favor.   

En mis viajes diarios a la feria me acompaña la guitarra, pues algún poeta me pedía que le cantara sus gritos que previamente había musicalizado. Si no era el caso lo hacía al vapor. Cuando no andaba con la morena en la espalda iba con el Ipad entre los sobacos para leer mis nostalgias. En las dos semanas de feria no se me escapó nada. El mundo era un librito que debía memorizar sin saltarme páginas. El miércoles 4 de mayo mi cuerpo —algo inclinado— figuró en el mural de EL PAÍS bajo el título “Celebración de la cultura y la lectura en el estand de EL PAÍS en la Feria del Libro“. Esa tarde, en la tarima del periódico, leí el poema Madrid, premiado con algunos aplausos, felicitaciones, números  telefónicos y correos —anotados en papel— que no contacté. El día 8, después de cantar la canción “Sin tu latido“, en una actividad poética,  escuché por los altavoces que Luis Eduardo Aute firmaba libros en una caseta. 

Escasamente creo en mi estrella. Me hago un gusanillo y me escurro entre la gente. Llego a donde las canas y los años no logran minimizar la grandeza del poeta. Espero a que cinco o seis personas que estaban al frente terminen sus selfies y elogios. La misma estrella me ilumina,  no hay nadie detrás, así que mis palabras sin freno ahogan al cantautor. Le digo que soy loco con sus canciones, pero —como es natural— no me cree. 

Oh, sí. Me las sé casi todas y las canto mucho. Ahora vengo de cantar una. 

¿Sí, cuál?

“Hay algunos que deciden que todos los caminos conducen a Roma y es verdad porque el mío me llevaba cada noche al hecho que te nombra…“, tarareo. Me tiembla la voz. 

Vaya, sí eres mi admirador. Esa canción no la sabe mucha gente, dice y lo afirma con el abrazo que el mostrador del stand le permite. 

Compro EL SEXtO ANIMAL y en la dedicatoria a aprisiona nuestro abrazo. Aute, también es pintor, por eso su mano tatúa nuestras sonrisas sobre la página.  

Quince minutos después terminamos el encuentro. De inmediato envío las fotos y selfies a Facebook para alardear mi dicha. Por muchos días no se borra de mis oídos la promesa de que vendría a República Dominicana si el Ministerio de Cultura lo invita. 

El 23 de junio, presentamos el Trabajo de Fin de Master (TFM). Plátano Power —un superhéroe dominicano que voló de mi cabeza en una lluvia de ideas— tendría que defender ante un jurado de Globomedia su plaza en el Séptimo Arte. Plátano Power como idea nos gustó a todos, aunque en general no quedamos conformes con lo rodado en Madrid. Mi guion no fue interpretado como lo pensé. ¿Ego de autor? A pesar del pesimismo, la valoración del jurado fue positiva. Así terminaron las clases en el Madrid del 2015-2016. Ahora podría dedicarme a conocer Europa. Meses antes había mandado —mediante mi hermanito Luís (nunca dejo de llamarlo hermanito, a pesar de que ahora es más grande que yo) y Melania, su esposa— un par de cuentos a concursos en República Dominicana. Gané tres de ellos, así que aproveché el dinero para expandir mi cultura. El 30 de junio salí en Blablacar hacía Barcelona. 

El verano europeo es extraño mientras en Madrid —con temperatura sobre 40°— el Sol parece estar sobre tu cabeza, en Suiza llueve por una semana y la temperatura es inferior a 15°. No obstante aproveché la oportunidad para probar esta diversidad climatológica y dejar que mis ojos se expandan por la inmensidad de la pequeña Europa. 

Después de andar parte de Barcelona, Suiza, Alemania, Italia y París regresé a Madrid. Alquilé una habitación en Callao.  Por mes y medio nadé en el corazón de la capital española. Saldría a República Dominicana el 25 de agosto. El 19 dejé mis libros donde Carolina.  Me recogió en casa, compramos Llao llao, un helado maravilloso, y comida china (sin saber como esto se había vuelto una adicción). Metimos los libros en una maleta y el carrito de la compra —típico de la cultura española— que llevó para facilitar su transporte y salimos para su casa en Ciudad de los Ángeles. Mientras la miraba —sentada en el asiento del frente del Metro— imaginé que también nosotros éramos un tren que viajábamos a ningún lado. Como nuestras vidas, los vagones se movían, pero no parecíamos darnos cuenta.
Reviví Matrix. Estábamos atrapados en aquel tren por la eternidad. La sensación de vacío cristalizado arropó Europa. Lo más terrible era que esa carencia no la llenaría el regreso a República Dominicana,  tampoco quedarme en España (como hicieron algunos). El mío era el infierno de las personas sin patria. Irme deshaciendo de los recuerdos y pedazos de gente que se me enganchan en todas partes. 

Carolina —que seguía en el asiento del frente— también lloraba. Lloraba porque me iba, porque ella se quedaba, por los que nunca han viajado, por los muertos, los vivos, por lo que nunca fue, pero que existe tanto…  Durante el camino no dijimos nada, tampoco hacía falta. 

Nuestras vidas tan distantes y unidas por el azar se separaban por segunda vez. La primera fue cuando acabamos periodismo en nuestra universidad autónoma. 
En la casa duramos lo suficiente para colocar los libros en su ropero. 

Los libros pesan menos en la cabeza, me dijo cuando salía del edificio. No sé si bromeaba por mi poco peso corporal o si hablaba de otra cosa. 

De eso estoy seguro, le contesté sin atreverme a mirarla a los ojos.  

Empecé a caminar y no volví la mirada. Dejaba atrás una historia sin vida que empezó a derrumbarse  con cada paso. 

Hay quienes piensan que lo más difícil de mudarse es despedirse, para mí es deshacerme de los libros que se me multiplican como células malignas. 

Esa misma noche volví a Barcelona. Ahora solo iba por tres días. Viajaría en autobús —ocho horas de ida y ocho de vuelta— para darle un abrazo a mi hermana Danila (Negra)  Jonathan, su hijo, Neno, el cuñado, Guadalupe, la nuera, y el encanto de la casa, Nathali, un angelito que no sabía si era de los padres o de los abuelos. 

El 25 de agosto —de camino al aeropuerto— sentía que España se deslizaba debajo del tren como el dueño de casa que ha tenido una visita por todo un año. Meses que me habían mostrado lo mejor y lo peor de aquel país donde las culturas hierven en el ajetreo. Sabina me susurraba poemas en el oído para hacer menos triste el despego. Iba a extrañar el Sol durmiéndose a medianoche, andar en las calles sin miedo, la diversidad de idiomas, los libros comprados por kilos, los artistas callejeros… Tal vez hasta salir en invierno con tanta ropa que por momentos pensaba que no era yo al que veían, sino a la ropa. 

Desde el tren todo se iba tan deprisa que nadie creería el proceso criminalmente lento que devoraba mi interior. Bastó un año para edificar ese castillo de sueños que desde entonces tendría otros colores, más lluvia (en Madrid casi nunca llueve) menos trenes… ¿Qué sería de mí sin el eterno olor a nicotina y la inspección constante de los ojos verdes en los vagones? 

Devoré a Madrid con mi capricho. Parecía ayer la tarde en que entré por las puertas enormes del Barajas. Ahora en lugar de Jonathan Gómez me acompañaba Iago. Iago París “Como la ciudad“, me dijo un año después de tomar clases conmigo, cuando le pregunté su apellido. En realidad no me importaba ese detalle. Era el corazón de mis Clases de Escritura Creativa en Madrid. Es curioso, al llegar me recibió un estudiante, ahora despedía otro. Iago llevaba una maleta y la guitarra. Caminaba a unos cinco pasos de mí. Sabía que no debía interrumpir lo que sucedía en algún lugar de mi alma. Se puso un polo y el sombrero que le regalé. Me sentía orgulloso. “Eres mi apéndice literario que seguiría extendiéndose en esta tierra desértica“, le dije en algún momento del viaje. Días antes me había mostrado —con orgullo— su carta de admisión en la Maestría de Escritura Creativa del Hotel Kafka.  

¿Si todo era tan bello por qué volviste? me preguntó Melania un mes después mientras ordenaba mis recuerdos. 

Dejé Madrid porque su mundo tan variable se me metía en el alma. Quise traerme sus cambios, nostalgias, desvelos y placeres, pero no cabían en el avión, me defendí y volví  al Caribe, donde el avión flotaba, loco por vomitar el buche rancio de turistas que anhelaba tenderse en la arena para leer sus inolvidables libros y tragarse el sol que tratarían de retener en su piel por un año. 

Yo, en cambio, era un nudo de nostalgia que seguía caminando Callao, Sol, El Retiro, Plaza de España, Templo de Ebbo, Moncloa, Princesa, Gran Vía… Una sombra que se difuminaba en Madrid. 

Sobre el mar sediento las islas verdes nos esperaban. Las pocas nubes que manchaban el día más largo de mi vida (salí de Madrid a las tres de las tarde del 25 de agosto y después de volar ocho horas llegaría a República Dominicana a las cinco cuarenta del mismo 25 de agosto). Otra vez la ciencia ficción. El viajero del tiempo. El hombre del futuro, como bromeaba con mis amigos dominicanos mientras vivía en Madrid. Haciendo referencia a que vivía seis horas por delante de ellos.  

En los pasillos del avión nos apilábamos en grupos. Algunos bebían cervezas, otros jugaban cartas, conversaban, hacían filas en los baños… 
Yo abrazaba a la soledad; la novia que no quiso devolverse con Jheanine del Barajas. Odia que ande solo. A veces sufro al pensar que puedo amarla. Sabina y ella son igualitos. Su vocecita ronca pisaba cristales de bohemia en Praga cuando el ruido de los neumáticos sobre el asfalto en Punta Cana señaló el final.  


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