Mirarte es pararse bajo la grandeza del cielo a contemplar
la gloria de tu calma empapando mis temblores. Una sonrisa congelada en la
galaxia de tu boca, treinta besos naufragando en su orilla. Tu espada armada en
silencio.
Te pienso y dejo de existir. Mis sueños se pierden en el
brillo de tus dientes.
Entonces se me ocurre extenderme por el firmamento de tus
caderas, pero me doy cuenta que es imposible; tanta grandeza no puede ser
recorrida por un dios que muere a diario.
Cambio de rumbo y, en el mismo silencio, pienso en la cuenta
que tienes conmigo (débito de los favores que aumentan el balance cada día,
pero tú rebajas sus intereses con sonrisas). No quiero exonerarla y la dejó ahí
hasta que sea suficiente para invitarte al cine y comer helado.
Oigo tus pasos cayendo lentos, como la tarde, sobre el piso
muerto que no se inmuta con el toque de tu vida.
Me despego de la puerta, la toco con la ternura con que
repasaría tu carne crispada y me alejo despacio (apenas sintiendo que cargo mi
alma).
Vengo, me encierro en el patio. La bulla, el correr y las
maldiciones de los muchachos no me tocan. Floto en la aureola que irradia tu
cara de ángel.
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