jueves, 17 de enero de 2013

El ángel que tiembla

Mirarte es pararse bajo la grandeza del cielo a contemplar la gloria de tu calma empapando mis temblores. Una sonrisa congelada en la galaxia de tu boca, treinta besos naufragando en su orilla. Tu espada armada en silencio.

Te pienso y dejo de existir. Mis sueños se pierden en el brillo de tus dientes.

Entonces se me ocurre extenderme por el firmamento de tus caderas, pero me doy cuenta que es imposible; tanta grandeza no puede ser recorrida por un dios que muere a diario.

Cambio de rumbo y, en el mismo silencio, pienso en la cuenta que tienes conmigo (débito de los favores que aumentan el balance cada día, pero tú rebajas sus intereses con sonrisas). No quiero exonerarla y la dejó ahí hasta que sea suficiente para invitarte al cine y comer helado.

Oigo tus pasos cayendo lentos, como la tarde, sobre el piso muerto que no se inmuta con el toque de tu vida.

Me despego de la puerta, la toco con la ternura con que repasaría tu carne crispada y me alejo despacio (apenas sintiendo que cargo mi alma).

Vengo, me encierro en el patio. La bulla, el correr y las maldiciones de los muchachos no me tocan. Floto en la aureola que irradia tu cara de ángel.


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