A mi hermano Luís
Báez
Los niños
esperaban con ojos saltones el regreso del padre. Había salido en la mañana a
buscar a esos seres de los que tanto hablaba, quizás para entretener sus
espíritus inocentes. Esa Navidad habían guardado, noche tras noche, un
paquetito de hierbas, un cubo de agua y alimentos para los Reyes Magos que,
según decían, venían del Oriente en camellos, por lo que al llegar a este lado
del mundo, sus monturas estarían fatigadas, y ellos con hambre y sed. Se
entretenían repartiendo sus insignificantes regalos: La hierba para los
camellos, el agua no sabían para quién, pues tal vez los Reyes Magos estarían
tan cansados que caerían sobre ella antes de que los haraganes dromedarios
pudieran extender sus largos pescuezos sobre el símbolo de la vida, y en cuanto
al alimento ignoraban si los espíritus caritativos de los viajeros nocturnos se
conformarían con las migajas apartadas con dolor de sus reducidos platos.
La mirada
de los infantes se perdía, vez tras vez, en las curvas sucesivas del camino,
por donde desapareció su padre, que como una mano de mendigo, larga y flaca, se
extendía desde las lejanas montañas, pasando por el patio de su casita,
perdiéndose en el pico de una loma inmensa que dejaba deslizar su falda hasta
donde nacía el arroyito cuyas aguas burbujeantes se mezclaban cada tarde con
sus gritos infantiles en la poza construida por ellos con ramos de guayullos, o
cuando se deslizaba por sus gargantas chillonas que absorbían el líquido como
terreno recién quemado.
Ese día no
habían pensado en la comida, único alimento seguro de la casa, pues el desayuno
y la cena, cuando aparecían, era más por un milagro de la madre, que por obra
de Dios. Por ahora el deseo de ver a esos seres de otro planeta, como
imaginaban esa parte del mundo explorada solo en cuentos, había extirpado sus
apetitos vivarachos y voraces.
A las
cuatro de la tarde, lo suponían por el sol que ya no llegaba a la casita,
rechazado por las enormes montañas, apareció la figura del padre en el
serpenteado camino, pero para su sorpresa venía solo, nadie acompañaba al
hombre de campo, que esa mañana dejó el conuco para salir a buscar a quienes
conocían sólo de nombre.
¿Por qué no
venían? ¿Se habían negado a acompañarlo? ¿No los había encontrado, o
desistieron de visitar a un lugar tan lejano?, interrogaban sus ojos ansiosos.
Las miradas
seguían fijas en el punto negro que a cada paso cobraba tamaño, y en el
que ellos habían identificado a su padre, no por rasgos físicos, pues a aquella
distancia era imposible, sino por los colores opacos de la ropa que, a pesar
del trayecto, identificaban su propiedad como bandera izada.
Cada curva
que se tragaba la figura idolatrada del progenitor era una tortura que
aceleraba los latidos de la sangre infantil.
Aunque
veían a su padre acercarse solo, sabían que, no obstante, los Reyes Magos
podían venir con él, invisibles para no llamar la atención, o en forma de
pequeños muñecos que volverían a la vida y a su tamaño normal cuando estuvieran
en su presencia.
Cuando por
fin apareció detrás de la loma que daba acceso al rellano de la casita, la
frente extendida hasta la parte trasera de la cabeza fue apareciendo, sudada y
brillosa como los caballos que pasaban por el camino a todo galope, y que,
según les contaban, venían de lugares muy lejanos como El Capaz, El Pino, o Los
Veganos. Una bolsita negra colgaba de la mano del viejo, quizás con pan, arroz
o quién sabe si con las pequeñas figuras de sus huéspedes.
El ansia
invadió los corazones, deseosos de conseguir en Navidad algún juguete con qué
entretener los días, exageradamente largos, de aquel lugar donde la única
distracción era el canto de las aves y el murmullo sin pausa del arroyuelo que
se deslizaba cerca de la casa, y en algún momento cuando pasaba un caminante
que pedía un poco de agua, por lo que lo disfrutaban ocultos detrás de la falda
de su madre ,o de las rendijas del seto de tablas viejas desde donde guardaban
el rostro desconocido del viajero en sus memorias en blanco.
El padre
llegó, no saludó, como siempre, pues aunque era honesto y bondadoso, desconocía
los buenos modales. Se sentó en una silla en el patio, se quitó la camisa,
limpió el sudor que corría por su barriga, bajando desde la frente lampiña y
negra, con el pulgar de su mano derecha, como se limpia el cristal de un
automóvil con la paleta de goma que recoge el agua sucia; metió la mano en la
fundita, y antes de sacarla miró a los cuatro infantes que asistían al
espectáculo con ojos de curiosidad. Lo primero que sacó, estaba dentro de una
funda plástica, y tenía color verde como los sapos que nadaban en los pozos
del arroyo. Pidió que le trajeran agua en un jarro, y después de haber sacado
el extraño objeto del plástico, le quitó una perita mamey que tenía en el lado
derecho, por donde comenzó a desaparecer el líquido del jarro, y después,
apuntando a la cara del mayor de los hermanos, presionó un propulsor, también
mamey, que se ocultó dentro de la barriga del misterioso objeto verde que
escupió un chorro de saliva, y bañó la cara del azorado muchacho que no podía
resistir la emoción de tocarlo. Después, lo extendió al aturdido observador, y
dijo “Eso te mandó tu amigo Baltasar, cuídalo”. Fuera de sí, salió corriendo
disparando salivazos por la boca de aquel extraño animal que le había enviado
uno de los reyes. Iba tan ebrio, que se olvidó cuál de los tres había sido. Así
que por el momento ya no escribiría la carta de agradecimiento, la que echaría
al arroyo con la esperanza de que sus aguas mansas sirvieran de correo a los
seres mágicos que criaban animales acuáticos como éste.
Mientras
tanto, los otros pequeños estaban atentos a la mano del padre, que había vuelto
a desaparecer dentro de la oscura envoltura de donde salió otro animal idéntico
al primero, pero de color rojo claro. El padre repitió el proceso anterior,
en esta ocasión dirigió el escupitajo del monstruo hacia el seto de la cocina
de donde se deslizó una mancha oscura; después extendió el extraño animal al
segundo de los infantes, quien se perdió a la carrera detrás del primero, que
andaba lanzando chorros de agua como cartuchazos al aire a todo lo que se le
cruzara en el camino.
La mano del
padre volvió a desaparecer dentro del telón negro que, como pañuelo mágico,
había disparado desde su barriga cuadrada los más extraños sueños. Una caja
amarilla salió por la boca del escondite oscuro. “Miren esto”, susurró el
padre, y como quien práctica un truco durante mucho tiempo, fue quitando la
tapa que le servía de puerta a la extraña caverna, de donde extrajo un objeto
amarillo y azul con alas, que en lugar de patas como las mariposas y las
esperanzas, tenía ruedas. Dio vueltas a una manecilla azul, como a un reloj de
cuerdas, después lo puso en el suelo y dijo al tercero de sus hijos, al momento
que el objeto empezaba a correr, dando vueltas a la hélice de la parte delantera,
“Anda, ve por él. Es el avión que te mandó Gaspar”.
El menor de
los niños no creía lo que había visto ese día, tantos milagros dentro de un
paquete tan pequeño. “Quizás fuera mejor que no vinieran los Reyes Magos,
porque con tantas emociones no le hubiéramos prestado atención”, pensó.
¿Qué se
escondería dentro del vientre del oscuro recipiente para él? La mano del padre
buscaba algo que parecía no encontrar en su interior, o ¿era la falsa crueldad
del viejo para impacientarlo? Al salir por la abertura negra otra caja, solo
que un poco más grande, venía pegada de los callos de la mano rústica hecha
para labrar la tierra. Realizó el mismo ceremonial que la vez anterior para
hacer aparecer un deformado animal con una cabeza enorme, y una cola larga y flaca
con apariencia de pez, al que dos aletas azules colocadas sobre su lomo
parecían proteger. Este extraño animal, que no pudo asociar con otra cosa que
no fuera un pez, en vez de aletas, en su parte inferior tenía ruedas negras y
blancas, una manecilla azul arriba de las ruedas, semejante al otro objeto que
había calificado de avión, lo adornaba, a la que el padre comenzó a manipular,
y cuando ya no giraba más lo puso en el suelo. Un sonido extraño salió de las
aletas, que comenzaron a girar tan rápido que no parecían aletas, sino un
paraguas redondo que circulaba en su lomo. Movido por el impulso de las
hélices, el increíble aparato comenzó a alejarse por el patio de tierra, entre
la casa y la cocina, y el muchacho, sin que se lo dijeran lanzó un grito de
victoria, y se fue a perseguir el objeto aunque con temor de tocarlo, pues
pensaba que las aletas terribles de aquel pez encantado que podía correr fuera
del agua, cortarían sus manos tímidas.
Mientras la
noche bajaba desde las montañas, uniendo el canto de los grillos a los gritos
infantiles, los chicos seguían corriendo sin percatarse del concierto divino
que seguramente disfrutaban desde algún lugar distante los ahora ignorados
Reyes Magos.
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